Historias de la Historia de España. Capítulo 12. Érase un balneario y un vil Magnicidio.

asesinato canovas
 En el balneario guipuzcoano de Santa Águeda, cercano a San Sebastián, se respiraba paz. Sus aguas termales eran un magnífico tratamiento para los achaques del presidente del Consejo de Ministros, Antonio Cánovas del Castillo, de 69 años. Aquel verano de 1897, inmerso en las preocupaciones de la insurrección de Cuba, que era un peligro constante de guerra con los Estados Unidos, necesitaba las aguas más que nunca.
 A él le deben los Borbones las reinstauración de su dinastía en España. Fue un político muy influyente y considerado como brillante por sus contemporáneos. Dirigente del partido conservador y fundador del régimen de la Restauración Borbónica. Fue el principal protagonista de la vida política del último tercio del siglo XIX.
 Su asesinato ocurrió el 8 de agosto de 1897 en el balneario guipuzcoano de Santa Águeda, donde estaba reponiéndose de sus dolencias. Estaba acompañado de su esposa, y se había detenido en el balneario de camino a San Sebastián donde iba a reunirse con la Reina Regente, ya que las tensiones políticas internas y los problemas de ultramar no permitían demora. El balneario, se encuentra a tres kilómetros de Vergara, donde en 1839, se abrazaron Espartero y Maroto poniendo fin a la primera guerra carlista, y a 15 de Mondragón en el corazón del País Vasco.
 Nació el 8 de febrero de 1828 en Málaga, hijo de un maestro de escuela, Antonio Cánovas Sánchez, que falleció cuando él tenía sólo 15 años, y de Juana Castillo Estébanez. En 1845, se trasladó a Madrid bajo la protección del escritor Serafín Estébanez Calderón, primo de su madre. Estudió derecho y se relacionó con los medios intelectuales y políticos del momento.
 Su carrera política empieza de la mano de O’Donell, aunque se mantuvo en un segundo término en la revolución que acabó expulsando de España a Isabel II.
 En enero de 1869, fue elegido diputado a las nuevas Cortes Constituyentes, en las cuales defendió duramente la candidatura al trono de Alfonso -hijo de Isabel II-, para la que sólo pudo obtener dos votos en la elección que tuvo lugar el 16 de noviembre de 1870 y tras la cual resultó elegido rey de España el duque italiano Amadeo I.
 A partir de agosto 1873 pasó a dirigir oficialmente la causa de la derrocada Casa de Borbón, por encargo personal de Isabel II. Después de la abdicación de Amadeo de Saboya, la llegada de la Primera República, la caída de la misma y cuando el general Arsenio Martínez Campos proclamó rey a Alfonso XII el 29 de diciembre de 1874 en Sagunto (Valencia), tras un pronunciamiento militar, Cánovas se había convertido ya en el hombre indiscutible del nuevo régimen. Comenzaba así su gran obra política: el llamado sistema canovista, un sirtema de orden amparado en la Corona que, falseando las elecciones e imponía un sistema de alternancia entre los dos principales partidos políticos.
 Cánovas se preocupó porque existieran dos grandes partidos en que se apoyara la monarquía. Primero consolidó su propio partido, el Conservador, que integró a moderados, unionistas y progresistas desengañados. Después, ayudó a crear un partido de izquierda dentro del sistema. Práxedes Mateo Sagasta, procedente del proceso iniciado con la revolución de 1868, fue la persona capaz de unir y dirigir este conglomerado de antiguos partidos revolucionarios (constitucionales, radicales, demócratas) que en 1879 se transformó en el Partido Liberal Fusionista. Una vez logrado un único Partido Liberal, capaz de seguir a Sagasta, la estabilidad del régimen de la Restauración estaba asegurada. Fuera de estos partidos quedaban aquellos que no reconocían a la monarquía encabezada por Alfonso XII: carlistas, republicanos, socialistas y anarquistas.
 A partir de 1881, se hizo realidad el turno de partidos, que de manera casi matemática se alternaron hasta el fin del siglo. Cánovas regresó a la presidencia del gobierno el 18 de enero de 1884, tras dos gobiernos liberales, hasta el 27 de noviembre de 1885, dos días después de la muerte de Alfonso XII, fecha en la cual cedió el gobierno nuevamente a Sagasta tras el denominado Pacto de El Pardo. El turnismo daba estabilidad al régimen, pero a costa de un sistema electoral falseado. Los grupos caciquiles manipulaban las elecciones de acuerdo con los intereses del respectivo gobierno. La indiferencia de las masas favoreció el caciquismo.
Biogafía de un magnicidio
 Acompañado de su esposa, Joaquina de Osma, el líder del partido conservador se había detenido en el viaje a despachar con la Reina Regente en San Sebastián, ya que las tensiones políticas internas no permitían demora. Pero ya el 8 de agosto estaba instalado a su comodidad en el amplio edificio en que solía hospedarse. Allí también residía desde hacía varios días un italiano que se había registrado bajo el nombre de Emilio Rinaldini, según su tarjeta, corresponsal del periódico Il Poppolo. Era un individuo que no tenía trato con ningún otro bañista, y el único huésped desconocido.
 Usaba melena. Tenía una barba larga, sedosa. Su vestimenta era correcta, aunque le faltaba poco para ser pobre. Había solicitado una habitación de segunda, pero la dueña, al tomarle por periodista, mirando por el prestigio del local, le dio alojamiento de primera. Parecía seguir un tratamiento de baños para curarse una faringitis, pero su comportamiento levantaba suspicacias. Al marqués de Lema, director general de Comunicaciones, que acompañaba en su expedición veraniega al presidente del Consejo, le chocó su facha, cosa que comentó con otros miembros de su círculo de amistades. Pero el hecho de que aquel italiano de extraño comportamiento fuese la única persona desconocida de todo el establecimiento no pareció levantar sospechas entre los nueve miembros de la policía encargados de la protección del jefe del Gobierno.
 Aquella mañana del 8 de agosto Cánovas, en compañía de su esposa, había asistido a misa, después de lo cual se retiró a sus habitaciones. Allí dispuso un telegrama al ministro de la Gobernación, en respuesta a una consulta que le había cursado. Tras cambiarse de ropa, pasadas las doce, acompañado siempre de su esposa, salió de sus habitaciones, en el piso principal, y se dirigió al comedor, situado en la planta baja. En la escalera la pareja se cruzó con una señora a la que conocían; la mujer de Cánovas se entretuvo con ella, mientras éste se adelantaba. Junto a la escalera había una gran galería, que daba al jardín y por la que era obligado el paso para ir al comedor.
 En la galería había varios bancos. En el más próximo a las escaleras tomó asiento Cánovas, que desplegó el periódico La Época y se puso a leerlo. El asesino, que le estaba espiando, aprovechó la circunstancia para acercarse. Sujetándose fuertemente con la mano izquierda al marco de la puerta, acercó al presidente un viejo revólver e hizo fuego.
 La primera bala le entró por el lado derecho del pecho; salió por la parte posterior, junto a la columna vertebral. Fue ésta la que atravesó el periódico que estaba leyendo, que quedó agujereado y ensangrentado en el suelo. Según los médicos, la herida, aunque era mortal de necesidad, no impidió a Cánovas ponerse en pie con un movimiento inconsciente. Giró la cabeza hacia el lado derecho, ofreciendo así la región mastoidea izquierda al agresor, que hizo otros dos disparos: el primero “penetró por la región auricular”, atravesó la masa encefálica y salió por la frente; el segundo entró «por la región supraclavicular, junto a la horquilla», y rompió vasos importantes, lo que provocó que Cánovas se desangrase en un corto espacio de tiempo.
 El criminal descargó su arma una vez más; el proyectil quedó incrustado en el techo, por lo que se cree que  disparó al aire para intimidar a quienes trataban de detenerle. El revólver que utilizó era uno de culata muy negra, muy usado. El cañón parecía medio oxidado. En el tambor no quedaba nada más que una cápsula sin disparar, de las cinco que cargaba.
 El presidente no debió de darse cuenta de lo que pasaba. Al oír los tiros su esposa bajó rápidamente las escaleras; se lo encontró tirado en el suelo, boca abajo, en medio de un gran charco de sangre. Cerca estaba el asesino, que todavía empuñaba el revólver. Joaquina de Osma se inclinó sobre su marido y le llamó, sin obtener respuesta. Al encontrar su cuerpo inmóvil se volvió furiosa al criminal, increpándole: «¡Canalla! ¡Asesino!». A lo que el italiano replicó: «Señora, yo no soy un asesino. Por respeto a una señora tan digna como usted no le he matado antes. Para evitarle a usted el espectáculo, busqué la ocasión de encontrarle solo. Yo he venido a cumplir con mi deber. He venido a vengar a mis hermanos de Montjuich».
 El jefe de la ronda encargada de la seguridad del presidente, acompañado por un teniente de la Guardia Civil, capturó al asesino, que no opuso resistencia. De su crimen habría de mantener como explicación «la venganza por los tormentos aplicados a los anarquistas presos en el castillo de Montjuich».
 El atentado sufrido por el presidente del Consejo se difundió rápidamente. El duque de Tetuán lo puso en conocimiento de la Reina, que se mostró muy conmovida. La noticia corrió por San Sebastián y Madrid. Pasadas las tres de la tarde se certificaba oficialmente la muerte de Cánovas. Como recogía en su editorial el Heraldo de Madrid, «por misteriosas analogías, que los hombres no sabrán explicar, muere el señor Cánovas, en quien estaba personificada la Restauración, como murió el general Prim, representante de la Revolución de Septiembre». Se había cumplido así la profecía que le hizo una gitana que le leyó la mano, siendo muy joven, en su Málaga natal: le aventuró que sería señor de mucho poder, pero que moriría de muerte violenta, según el mismo Cánovas había contado en 1876 durante una sobremesa.
 El asesino, en la refriega de la detención, dejó caer al suelo el cuello postizo de su camisa, que llevaba impresa la siguiente marca: «La elegante. Plaza D’Ouro. Lisboa». Aunque en principio insistió en mantener el nombre falso que había dado, pronto confesó el suyo verdadero: Miguel Angiolillo Follí, nacido veintisiete años antes en Foggia, un pueblo próximo a Nápoles. Quienes le vieron en el piso bajo de la casita de Santa Águeda destinada a servicio de telégrafos, esposado, con grilletes, descubrieron que tenía una herida en la frente, por la que sangraba. Llevaba puesta una chaqueta color ceniza que combinaba con un pantalón oscuro. En la cabeza tenía un flexible negro. Su rostro era de una enorme palidez.
 Joaquina de Osma, la inconsolable viuda, se mostró desde el primer momento muy afectada. Incluso se temió que el atentado hubiera deteriorado su salud mental. Una vez trasladado el cuerpo de su marido a las habitaciones que ocupaba en el balneario, permaneció junto a él constantemente. Sorprendió su presencia de ánimo: no derramó una lágrima, y aparentó un temple de hielo. Hasta altas horas de la noche permaneció vestida con el mismo traje de color claro que llevaba en el momento del atentado. Se negó a que nadie más que su doncella personal, acompañada por el ayuda de cámara de su marido, estuviera en el velatorio. Pasadas las once de la noche, dando pruebas de cierto desequilibro, pidió que le sirvieran lechuga, garbanzos y jerez, a la vez que reiteraba como idea fija que su único deseo era que el culpable de la muerte de su marido expiara su delito.
 Cuando llegó el momento de embalsamar el cadáver permaneció en la estancia. Pasó la mayor parte del tiempo recostada sobre el ataúd, con la cabeza del difunto entre los brazos, acariciando, mimando aquel cuerpo frío. Castelar, el gran orador, amigo de la familia, facilitó el paso de unos periodistas a la cámara mortuoria, y les hizo reparar en la dramática belleza de aquella escena.
 El cuerpo sin vida del padre de la Restauración estuvo expuesto durante un día en la finca que la familia tenía en Madrid. Cuando se procedió a alzar el féretro para su traslado al camposanto, Joaquina realizó un acto de extraordinaria grandeza: llamó al duque de Sotomayor, representante de la Reina, y le dijo: «El mayor sacrificio que puedo hacer ante la tumba de mi marido es perdonar al asesino. Dios me oye: yo le perdono». Fue un momento tan emocionante que lloraron hasta los hombres de alta dignidad que allí estaban reunidos. El defensor de Angiolillo ante el Consejo de Guerra que le condenó a muerte le comunicó el perdón de la señora todavía emocionado, pero el anarquista italiano no se inmutó.
 El 20 de agosto de 1897 fue agarrotado en Vergara. Expió su crimen a las once de la mañana.
Epílogo
Se dice que su último grito antes de morir fue: «¡Germinal!» . Germinal era el nombre de la novela de Zola y que algunos anarquistas consideraban una guía a seguir.
 El NEW YORK TIMES, ese periódico norteamericano «ejemplo y paladín de libertad» escribió en sus páginas al conocer la muerte del gobernante hispano: «Los cubanos van ¡por fín! a ver realizados sus sueños de libertad, porque ahora, sin Cánovas, la guerra entre Estados Unidos y España es inevitable.»
¿Quién movió la mano de Angiolillo?. Luis Bonafoux, amigo personal de Betances y biógrafo suyo, fue quien en 1901 adelantó que el «Antillano» hizo llegar a Angiolillo un sobre con mil francos. Ramón Emeterio Betances, el «Antillano», era representante del Partido Revolucionario Cubano en Paría y jefe del filibusterismo cubano (nombre dado a los insurgentes de la isla, en plena guerra con España). Angiolilo y Betances eran conocidos y establecieron la estrategia en Paris. Angiolillo estaba empeñado en matar a la Reina de España, finalmente Betances le aconsejó que matara a Cánovas, lo que tendría más influencia en la política española y atraería a más prosélitos a su causa. En conclusión, que Betances desvió el objetivo hacia el presidente, un mejor objetivo para la causa de Hispanoamérica. Parece claro que en el asesinato de Cánovas tuvo una trama cubana y que provocó unos cambios importantes en la estrategia militar de España para el control de la Isla y en la política interior del país. Con la muerte de Cánovas, relevaron a Weyler, y la situación cambió radicalmente cuando está próxima la solución cubana con la estrategia de concentración. Después vinieron las amenazas americanas y la política de tolerancia.
La muerte de Cánovas era el fin de la Restauración Borbónica y posiblemente la desaparición del partido conservador, pero el sistema continúo hasta el asesinato de José Canalejas y Eduardo Dato. Según un periódico de la época  » Cánovas restauró un trono, levantó una dinastía, crió tres reyes. Hizo dos partidos y reconstruyó un pueblo para esos dos partidos. Aquellos reyes no tenían cerebro y Cánovas le prestó el suyo, no tenían corazón y les prestó su corazón…»

CANOVAS 12

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Libertad Digital Crímenes políticos
  • Comellas, José LuisCánovas del Castillo, Ariel, 1997, ISBN 84-344-6598-1
  • Obras completas de Antonio Cánovas del Castillo (XIII volúmenes) (VV.AA., Hernández Sánchez Barba, Mario; et al.). Edición no venal. Obra completa: ISBN 978-84-88306-33-3ISBN 84-88306-33-4. Edición en CD-Rom: Fundación Cánovas del Castillo y Boletín Oficial del Estado. NIPO: 007-00-048-2 ISBN 84-340-1205-7
  • Cánovas, un hombre para nuestro tiempo. García Escudero, José María; Antología. Fundación Cánovas del Castillo. Colección Veintiuno. 2ª edición, Madrid, 1998. 384 p. ISBN 978-84-88306-45-6
  • Cánovas y la vertebración de España. (VV.AA., Robles Piquer, Carlos; et al.) Fundación Cánovas del Castillo. Madrid, 1998. 384 p. Colección Veintiuno. ISBN 978-84-88306-47-0
  • Cánovas y su época. García Escudero, José María; Cánovas del Castillo, Juan Antonio. Fundación Cánovas del Castillo. Madrid, 1999. 1380 p. (2 volúmenes). Colección Veintiuno. Volumen I. ISBN 978-84-88306-56-2 Volumen II. ISBN 978-84-88306-57-9. Obra completa: ISBN 978-84-88306-55-5
  • En torno a Cánovas. Prólogos y epílogos a sus «Obras completas». (VV.AA. Aznar, José María et al.). Fundación Cánovas del Castillo y Rubiñós-1860, S.A. Madrid, 2000. 508 p. ISBN 84-88306-60-1 ISBN 84-8041-120-1