«Retratos de Españoles ilustres» Bartolomé Esteban Murillo.

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Parece que en los progresos de las artes de imaginación lo último que se manifiesta son la gracia y la dulzura. Los artistas primeros después de redoblar sus esfuerzos para encontrar los verdaderos elementos de la imitación, tiran mas á sorprender la vista y asombrar el espíritu con la elevación, la sublimidad y la fiereza, que á conmover agradablemente el corazón con los mágicos atractivos de la gracia. Así en la antigua Grecia Apeles vino después de Polignoto y de Parrasio; y Praxiteles fue posterior á Fidias: en la Italia moderna Corregió y Albani siguieron á Miguel Ángel y á Rafael: y España en fin vió al suave y dulce Murillo cerrar el número de sus eminentes pintores.
Nació en Sevilla el año de 1617, y tuvo por maestro en la pintura á Juan del Castillo, profesor muy acreditado de aquel tiempo, y en cuya escuela se había formado también el Racionero Alonso Cano. Exercitóse al principio en pintar de feria, género que entonces era muy seguido, y á cuyo gusto tuvo que sacrificar Murillo para adquirirse algunas conveniencias. Mas después que con sus trabajos pudo juntar lo necesario para no temer á la suerte, el ansia de perfeccionarse le conduxo á Madrid, donde protegido del gran Velazquez y estudiando las obras de este Artista, los bellos monumentos antiguos y modernos que se conservaban en la Corte y en los Sitios, y sobre todo en el natural, fuente principal de la imitación, mejoró su estilo, y se preparó á la celebridad y reputación que después habíale conseguir. Se ha disputado si quando mozo estuvo ó no en Italia y se tiene por averiguado que no salió de España; mas esta disputa honrosa para Murillo, y nacida de la ambición de las naciones en querer apropiarse los hombres grandes, ó por lo menos sus talentos, es á los ojos de la razón perfectamente ociosa. Si la Italia, como dice Palomino, estaba trasladada á España en sus estatuas, pinturas, estampas, y en las escuelas de los artistas célebres que de ella vinieron, ¿qué importa que Murillo fuese á estudiarlas allá, ó las contemplase aquí?
Vuelto á Sevilla, las primeras obras que expuso al público llamaron la atención de los inteligentes hacia un profesor que hasta entonces era desconocido para ellos. En aquel tiempo fue quando executó los quadros que se conservan en el claustro del Convento de San Francisco de aquella ciudad, donde se advierten una fuerza de luces y de sombras, y un estilo bien diferente del que despues escogió: porque abandonando de allí á poco tiempo aquella manera valiente y robusta, se abrió un camino nuevo dedicándose á la suavidad y dulzura del colorido, en lo qual no ha habido ninguno que le haya aventajado. Este estilo conservó toda su vida, y con él acabó tantas obras bellísimas que hay esparcidas no solo por España, sino por toda Europa, donde son codiciadas á competencia de las de Vandik y de Ticiano. Pero sus talentos brillan principalmente en los soberbios quadros con que adornó la Iglesia de los Capuchinos y la de la Caridad de Sevilla. En ellos reconocieron los profesores de entonces la superioridad de Murillo, y en ellos dicen los de ahora que es preciso estudiar la magia y los secretos del arte, y la excelencia del pincel admirable que los executó.
Y sin embargo era Murillo tan modesto, que no desdeñaba las correcciones de qualquiera: su desconfianza le retraía de pintar en público; y quando la Corte de Carlos II quiso llamarle para Pintor de Cámara, él se excusó con su edad avanzada, que no le permitía ya ser útil. Murió en Sevilla en 1682, y mandó que le enterrasen al pie de un quadro de Pedro de Campaña, que representa un Descendimiento, cuya excelencia no pudo apurar la admiración de Murillo, que le contempló toda su vida con una veneración exaltada.
El estilo y carácter que se presenta en las obras de este hombre insigne es el mas á propósito para captarse el aplauso general de profesores aficionados, y aun de los mismos que nada entienden. Prescindiendo de la suavidad de las tintas, con lo qual sus quadros se ganan al instante los ojos de quien los mira, la razón se contenta de su disposición sencilla y agradable, mientras que la dulce expresión de sus personages cautiva sin resistencia el corazón. Sus Vírgenes, sus niños respiran por todas partes amor, suavidad, ternura; y hasta los mismos Santos manifiestan en sus fisonomías los deliquios de la devoción mas bien que los rigores de la austeridad.
Algunos echan menos en sus obras la belleza comparada, y dicen que se contentó con representar solamente la individual; otros tachan la falta de decoro en ciertas figuras subalternas; defectos, que en parte son un resto del gusto natural que siguió en sus principios Murillo, y que en parte también se deben á la índole de los asuntos en que siempre estuvo empleado. Sin embargo sus quadros admirados y buscados con ansia en todas partes son las deudas de los hombres de gusto. La grosera ignorancia que cubrió á la nación desde la época de su muerte hasta nuestros días, nos robó mucha parte de sus trabajos, dexándolos llevar de los extrangeros. Pero el Gobierno abrió los ojos sobre este mal, y los puertos de España se cerraron á la salida de las obras de nuestros célebres pintores.
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Tras la serie del Hospital de la Caridad, espléndidamente pagada, Murillo no recibió nuevos encargos de esa envergadura. Un nuevo ciclo de malas cosechas llevó a la hambruna de 1678 y dos años después un terremoto causó serios daños. Los recursos de la iglesia se dedicaron a la caridad, aplazando el embellecimiento de los templos. Con todo a Murillo no le faltó el trabajo gracias a la protección dispensada por sus viejos amigos, como el canónigo Justino de Neve y los comerciantes extranjeros establecidos en Sevilla, que le encargaron tanto obras de devoción para sus oratorios privados como escenas de género. Nicolás de Omazur, llegado a Sevilla hacia 1669, llegó a reunir hasta 31 obras de Murillo, alguna tan significativa como Las bodas de Caná de Birmingham, Barber Institute. Otro de esos comerciantes aficionado al pintor fue el genovés Giovanni Bielato, establecido en Cádiz hacia 1662. Bielato falleció en 1681 dejando al convento de capuchinos de su ciudad natal los siete cuadros de Murillo de diferentes épocas que poseía, dispersos en la actualidad en diversos museos. Entre ellos figuraba una nueva versión en formato apaisado del tema de Santo Tomás de Villanueva dando limosna (Londres, The Wallace Collection, hacia 1670), con un nuevo y admirable repertorio de mendigos. Además legó a los capuchinos de Cádiz cierta cantidad de dinero que emplearon en la pintura del retablo de su iglesia, encargado a Murillo.
La leyenda de su muerte, tal como la refiere Antonio Palomino, se relaciona precisamente con este encargo, pues habría muerto como consecuencia de una caída del andamio cuando pintaba, en el propio convento gaditano, el cuadro grande de los Desposorios de Santa Catalina. La caída, sostenía Palomino, le produjo una hernia que «por su mucha honestidad» no se dejó reconocer, muriendo a causa de ella poco tiempo después. Lo cierto es que el pintor comenzó a trabajar en esta obra sin salir de Sevilla a finales de 1681 o comienzos de 1682, sobreviniéndole la muerte el 3 de abril de este año. Solo unos días antes, el 28 de marzo, había participado aún en uno de los repartos de pan organizados por la Hermandad de la Caridad, y su testamento, en el que nombraba albaceas a su hijo Gaspar Esteban Murillo, clérigo, a Justino de Neve y a Pedro Núñez de Villavicencio, va fechado en Sevilla el mismo día de su muerte. En él declaraba que dejaba sin acabar, entre otras obras, cuatro lienzos pequeños que le había encargado Nicolás de Omazur y el gran lienzo de los Desposorios místicos de santa Catalina para el altar mayor de los capuchinos de Cádiz, del que pudo completar sólo el dibujo sobre el lienzo e iniciar la aplicación del color en las tres figuras principales, siendo completado por su discípulo Francisco Meneses Osorio, a quien corresponden íntegros los restantes lienzos del retablo conservados todos ellos en el Museo de Cádiz.

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